La Constitución de Cádiz de 1812 fue el cimiento del actual Tribunal Supremo, que lo definió como «un centro de autoridad en que vengan a reunirse todas las ramificaciones de la potestad judicial». En el informe de la Comisión encargada de la formación de aquel Proyecto Constitucional se razonaba así en el apartado XVL:"Delegada por la Constitución a los Tribunales, la potestad de aplicar las leyes, es indispensable establecer, para que haya sistema, un centro de autoridad en que vengan a reunirse todas las ramificaciones de la potestad judicial. Por lo mismo, se establece en la Corte un Supremo Tribunal de Justicia, que constituirá este centro común. Sus principales atributos deben ser los de la inspección suprema sobre todos los Jueces y Tribunales encargados de la administración de Justicia".
El artículo 259 de la Constitución de 1812 establecía que “Habrá en la Corte un tribunal, que se llamará Supremo Tribunal de Justicia” y los siguientes artículos 260-261 describían el número de Magistrados que lo conformarían y sus competencias. La Constitución entró en vigor el 19 de marzo de 1812. Por Decreto del 17 de abril quedó instaurado el Tribunal Supremo, aunque la guerra de la independencia y el asedio de la ciudad de Cádiz impidieron la eficacia de la nueva estructuración constitucional de la justicia. La sede del Tribunal Supremo se encuentra en Madrid, en la Plaza de la Villa de París, ocupando dependencias de lo que fue el Palacio y convento de las Salesas Reales, fundado por la reina Bárbara de Braganza en el siglo XVIII, edificio que ha sido protagonista de la historia de España durante los doscientos últimos años, no solo por albergar la «ciudad de la Justicia de Madrid» —durante un tiempo convivieron también las Audiencias Territoriales, Audiencias Provinciales, Juzgados, Fiscalía, Colegio de Abogados y calabozos— sino porque entre 1910 y 1914 el Palacio fue compartido con la presidencia del Gobierno, hasta que esta se trasladó al Paseo de la Castellana.
En estos 200 años sus paredes han sido testigo de hitos en la Historia del Derecho Sanitario estableciendo una dilatada evolución jurisprudencial destacándose en lo que se refiere a la Responsabilidad los siguientes extremos:
Específicamente en el campo de la responsabilidad patrimonial dimanante del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos sanitarios, se mantiene la doctrina judicial tendente a apreciar algún tipo de culpa o negligencia en la actuación de los profesionales sanitarios para declarar, a consecuencia de ella, la responsabilidad patrimonial de los Servicios Sanitarios. De este modo, aspectos tales como la incertidumbre diagnóstica, resultan esenciales a la hora de la declaración de la responsabilidad patrimonial. En efecto, la duda diagnóstica puede ser clave a la hora de determinar si un acto médico es o no ajustado a la “lex artis” y, en consecuencia, si de esa actuación cabe imputar responsabilidad objetiva a la Administración. Es decir se exige que la Administración sea juzgada "a la luz del conjunto de datos analíticos, síntomas, pruebas y reacciones orgánicas que acaecían en el momento de producirse los hechos", ya que "es fácil a posteriori, una vez fallecido el paciente y realizado el estudio necrópsico, diagnosticar a qué respondía el cuadro que presentaba".
La línea doctrinal anteriormente expuesta con relación a la responsabilidad patrimonial se ha mantenido igualmente en el Orden Judicial Penal (responsabilidad penal), junto a la regla general de que el error en el diagnóstico, no es tipificable como infracción penal salvo que, por su entidad y dimensiones constituya una equivocación inexcusable. Igualmente quedando también fuera del ámbito penal por la misma razón, la falta de pericia cuando esta sea de naturaleza extraordinaria o excepcional.
En definitiva la jurisprudencia penal viene exigiendo (para poder apreciar una imprudencia médica), no sólo que la conducta del médico se desenvuelva fuera de la denominada “lex artis”, sino que exista una adecuada relación de causalidad entre ese proceder descuidado o acto inicial infractor del deber objetivo de cuidado y el mal o resultado antijurídico sobrevenido, lo que impone la traducción del peligro potencial entrevisto o debido prever, en una consecuencialidad real, debiendo hacer hincapíe en la relevancia jurídico penal de la relación causal, sino que precisa, centro ya de la propia relación de antijuricidad que el resultado hubiese podido evitarse con una conducta cuidadosa o, al menos, no se hubiera incrementado el riesgo preexistente y que, además, la norma infringida se orientará a impedir el resultado.
En la jurisprudencia civil, es conveniente destacar, en cuanto se refiere a las actividades de los médicos que, aunque el fin perseguido por la actuación de estos profesionales “es la curación del paciente, tal fin permanece fuera de la obligación del facultativo por no poder garantizarlo, y el objeto de la obligación del médico es una actividad diligente y acomodada a la “lex artis”, una obligación de medios, aun en los casos de medicina satisfactiva, siendo la obligación de resultado solo cuando el medico lo garantice.
La Sala 1ª del Tribunal Supremo lo ha razonado diciendo “ Que la distinción entre obligación medios y resultados no es posible en el ejercicio de la actividad medica, salvo que el resultado se garantice, incluso en los supuestos más próximos a la llamada medicina voluntaria que a la necesaria o asistencial, sobre todo a partir de la asunción del derecho a la salud como bienestar en sus aspectos psíquico y social, y no solo físico”.
Y aunque en medicina ó cirugía satisfactiva (operaciones de cirugía estética, operaciones de vasectomía y cirugía refractaria), esto es, intervenciones que exigen un plus de responsabilidad al facultativo, éste se obligara al cumplimiento exacto de lo contratado por el paciente. Lo que implica dos consecuencias para el médico como son la distribución del riesgo y el concepto del incumplimiento total o parcial del contrato.
Publicado en Redacción Médica el Martes, 3 de julio de 2012. Número 1717. Año VIII.
El artículo 259 de la Constitución de 1812 establecía que “Habrá en la Corte un tribunal, que se llamará Supremo Tribunal de Justicia” y los siguientes artículos 260-261 describían el número de Magistrados que lo conformarían y sus competencias. La Constitución entró en vigor el 19 de marzo de 1812. Por Decreto del 17 de abril quedó instaurado el Tribunal Supremo, aunque la guerra de la independencia y el asedio de la ciudad de Cádiz impidieron la eficacia de la nueva estructuración constitucional de la justicia. La sede del Tribunal Supremo se encuentra en Madrid, en la Plaza de la Villa de París, ocupando dependencias de lo que fue el Palacio y convento de las Salesas Reales, fundado por la reina Bárbara de Braganza en el siglo XVIII, edificio que ha sido protagonista de la historia de España durante los doscientos últimos años, no solo por albergar la «ciudad de la Justicia de Madrid» —durante un tiempo convivieron también las Audiencias Territoriales, Audiencias Provinciales, Juzgados, Fiscalía, Colegio de Abogados y calabozos— sino porque entre 1910 y 1914 el Palacio fue compartido con la presidencia del Gobierno, hasta que esta se trasladó al Paseo de la Castellana.
En estos 200 años sus paredes han sido testigo de hitos en la Historia del Derecho Sanitario estableciendo una dilatada evolución jurisprudencial destacándose en lo que se refiere a la Responsabilidad los siguientes extremos:
Específicamente en el campo de la responsabilidad patrimonial dimanante del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos sanitarios, se mantiene la doctrina judicial tendente a apreciar algún tipo de culpa o negligencia en la actuación de los profesionales sanitarios para declarar, a consecuencia de ella, la responsabilidad patrimonial de los Servicios Sanitarios. De este modo, aspectos tales como la incertidumbre diagnóstica, resultan esenciales a la hora de la declaración de la responsabilidad patrimonial. En efecto, la duda diagnóstica puede ser clave a la hora de determinar si un acto médico es o no ajustado a la “lex artis” y, en consecuencia, si de esa actuación cabe imputar responsabilidad objetiva a la Administración. Es decir se exige que la Administración sea juzgada "a la luz del conjunto de datos analíticos, síntomas, pruebas y reacciones orgánicas que acaecían en el momento de producirse los hechos", ya que "es fácil a posteriori, una vez fallecido el paciente y realizado el estudio necrópsico, diagnosticar a qué respondía el cuadro que presentaba".
La línea doctrinal anteriormente expuesta con relación a la responsabilidad patrimonial se ha mantenido igualmente en el Orden Judicial Penal (responsabilidad penal), junto a la regla general de que el error en el diagnóstico, no es tipificable como infracción penal salvo que, por su entidad y dimensiones constituya una equivocación inexcusable. Igualmente quedando también fuera del ámbito penal por la misma razón, la falta de pericia cuando esta sea de naturaleza extraordinaria o excepcional.
En definitiva la jurisprudencia penal viene exigiendo (para poder apreciar una imprudencia médica), no sólo que la conducta del médico se desenvuelva fuera de la denominada “lex artis”, sino que exista una adecuada relación de causalidad entre ese proceder descuidado o acto inicial infractor del deber objetivo de cuidado y el mal o resultado antijurídico sobrevenido, lo que impone la traducción del peligro potencial entrevisto o debido prever, en una consecuencialidad real, debiendo hacer hincapíe en la relevancia jurídico penal de la relación causal, sino que precisa, centro ya de la propia relación de antijuricidad que el resultado hubiese podido evitarse con una conducta cuidadosa o, al menos, no se hubiera incrementado el riesgo preexistente y que, además, la norma infringida se orientará a impedir el resultado.
En la jurisprudencia civil, es conveniente destacar, en cuanto se refiere a las actividades de los médicos que, aunque el fin perseguido por la actuación de estos profesionales “es la curación del paciente, tal fin permanece fuera de la obligación del facultativo por no poder garantizarlo, y el objeto de la obligación del médico es una actividad diligente y acomodada a la “lex artis”, una obligación de medios, aun en los casos de medicina satisfactiva, siendo la obligación de resultado solo cuando el medico lo garantice.
La Sala 1ª del Tribunal Supremo lo ha razonado diciendo “ Que la distinción entre obligación medios y resultados no es posible en el ejercicio de la actividad medica, salvo que el resultado se garantice, incluso en los supuestos más próximos a la llamada medicina voluntaria que a la necesaria o asistencial, sobre todo a partir de la asunción del derecho a la salud como bienestar en sus aspectos psíquico y social, y no solo físico”.
Y aunque en medicina ó cirugía satisfactiva (operaciones de cirugía estética, operaciones de vasectomía y cirugía refractaria), esto es, intervenciones que exigen un plus de responsabilidad al facultativo, éste se obligara al cumplimiento exacto de lo contratado por el paciente. Lo que implica dos consecuencias para el médico como son la distribución del riesgo y el concepto del incumplimiento total o parcial del contrato.
Publicado en Redacción Médica el Martes, 3 de julio de 2012. Número 1717. Año VIII.
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